martes, 12 de marzo de 2013

Desempacando mis libros.

Una charla sobre coleccionar libros. Por Walter Benjamin





Desempacando mi biblioteca

 

Desempacando mis libros. Una charla sobre coleccionar libros


Estoy desempacando mis libros. Si, lo hago. No están aún en los estantes, no han sido tocados todavía por el moderado tedio del orden. No puedo marchar de arriba a abajo pasando revista por sus filas ante la presencia de alguna audiencia amigable. No debes temer que esto suceda. En cambio, debo pedir que te unas a mí entre el desorden de las cajas recién abiertas, el aire saturado de aserrín, el suelo cubierto de papel rasgado. Únete a mí entre las pilas de volúmenes que ven de nuevo la luz después de dos años de tinieblas, para que te alistes a compartir conmigo un poco del sentimiento –ciertamente no un sentimiento elegiaco, pero si uno de anticipación- que despiertan estos libros en el coleccionista genuino.






Ya que este es quien ahora te habla, y en un escrutinio más cercano se mostrará hablando solo sobre sí mismo. ¿No será acaso presuntuoso de mi parte si con el propósito de parecer convincentemente objetivo, enumerara para ti las secciones o las piezas-trofeo de mi biblioteca, si te presentara su historia o incluso su utilidad para algún escritor potencial? Yo, por mi parte, tengo en mente algo mucho menos oscuro, algo más palpable que eso; lo que realmente me ocupa es darte alguna idea sobre la relación entre el coleccionista de libros y sus posesiones, sobre el coleccionar más que sobre la colección. Si hago esto desarrollando mi exposición acerca de las variadas maneras de adquirir libros, es algo totalmente arbitrario.

Este o cualquier otro procedimiento funciona solamente como un dique en contra del torrente de recuerdos que surge ante cualquier coleccionista al contemplar sus posesiones. Toda pasión limita con lo caótico, pero la pasión del coleccionista limita con el caos de los recuerdos. Más que eso: la oportunidad, el destino que antepone el pasado ante mis ojos está conspicuamente presente en la confusión cotidiana de estos libros. Pues, ¿qué otra cosa es esta colección más que un desorden al que el hábito ha acomodado al punto de hacerlo parecer algo ordenado?





Todos habrán oído ya sobre personas a las que la pérdida de sus libros los ha convertido en desvalidos, o sobre aquellos que para adquirirlos se han vuelto criminales. Estas son precisamente las áreas en las que cualquier orden se evidencia como un acto de equilibrio de extrema precariedad. ‘El único conocimiento exacto que hay’, dijo Anatole France, ‘es el conocimiento sobre la fecha de publicación y el formato de los libros’. Y claro, si existe la contraparte a la confusión de una biblioteca, está en el orden de su catálogo.

Por lo tanto, hay una tensión dialéctica en la vida del coleccionista de libros entre los polos del orden y el desorden. Naturalmente su existencia está también ligada a muchas otras cosas: una extraña relación de pertenencia, algo acerca de lo que tendremos más qué decir en adelante; también, una relación con los objetos que no enfatiza su valor funcional, utilitario –esto es, su utilidad- sino que los estudia y los ama como la escena, el escenario de su destino. El más profundo encanto para el coleccionista está en encerrar los artículos individuales dentro del círculo mágico en el cual quedan fijos una vez que la última emoción, la emoción de su adquisición pasa sobre ellos. Cada cosa recordada o pensada, todo lo consciente, se convierte en el pedestal, en el marco, la base, el candado de sus propiedades. El periodo, la región, la manufactura, los dueños anteriores – para un verdadero coleccionista todo el trasfondo de un artículo se agrega en una enciclopedia mágica cuya quintaesencia es el destino de sus objetos.

En este contexto, entonces, es que se puede entender cómo los grandes fisionomistas –y los coleccionistas son fisionomistas del mundo de los objetos- se hicieron grandes intérpretes del destino. Solo es necesario observar a un coleccionista manipular los objetos en sus estuches de vidrio. Al sostenerlos en sus manos, parece estar viendo a través de ellos hacia su pasado distante como si estuviera inspirado. Suficiente del lado mágico del coleccionista –su imagen antigua, como podría llamársele.





Habent sua fata libelli”: estas palabras pueden haber sugerido una declaración general acerca de todos los libros. Así, libros como “La divina comedia”, “La ética” de Spinoza, y “El origen de las especies” han tenido sus destinos. Un coleccionista, sin embargo, interpreta el refrán latino de forma diferente. Para él, no solo los libros sino los ejemplares de los libros tienen sus destinos. Y en este sentido la parte más importante del destino de una copia es su encuentro con ella, con su propia colección. No exagero al decir que para el coleccionista verdadero la adquisición de un libro viejo es su renacimiento. Esta es su faceta infantil, que en el coleccionista se mezcla con un elemento de vejez. Ya que los niños pueden lograr renovar la existencia de una cosa de mil maneras infalibles. Entre los niños, coleccionar es solo uno de los procesos para renovar la existencia de los objetos; otros procesos incluyen pintarlos, recortar sus figuras, decorarlos con pegatinas –todo el rango de modos infantiles de adquirir, desde tocar las cosas hasta darles nombre.

Renovar un viejo mundo –este es el deseo más profundo del coleccionista cuando adquiere nuevas cosas, y ese es el por qué de que un coleccionista de libros viejos esté más cerca de lo esencial del coleccionar que el coleccionista de ediciones de lujo. ¿Cómo los libros pasan la barrera de la colección y se hacen propiedad del coleccionista? La historia de las adquisiciones es el objeto de las reflexiones siguientes.

De todas las maneras de adquirir libros, escribirlos uno mismo es considerado el método más digno de alabanza. En este punto muchos de ustedes recordarán con placer la inmensa biblioteca que Wutz, el pobre maestro de escuela de Jean Paul, adquirió gradualmente al escribir él mismo, todos los trabajos cuyos títulos en catálogos de ferias de libros le resultaran interesantes; después de todo, no podía costearse comprarlos.







Los escritores son personas que escriben libros no porque no puedan comprarlos, sino porque están insatisfechos con los libros que pueden comprar pero que no les gustan.
Ustedes, damas y caballeros, podrían considerar esta como una definición caprichosa del escritor. Pero es que todo lo dicho desde el punto de vista del coleccionista verdadero resulta caprichoso.

De los modos comunes de adquirir libros, el más apropiado para el coleccionista sería el de pedir un título en préstamo sin que este tenga su correspondiente devolución. El auténtico prestamista de libros de categoría, que consideramos aquí, demuestra ser un verdadero coleccionista no tanto por el fervor con el que guarda sus tesoros prestados, ni por el oído sordo que presta a cualquier recordatorio de la legalidad proveniente desde el mundo cotidiano, sino por su fallo al leer cualquiera de estos libros. Si mi experiencia ha de servir de evidencia, un hombre está más dispuesto a devolver un libro prestado, que a leerlo. ¿Y la no-lectura de libros, ustedes objetarán, debe ser característica de los coleccionistas? Estas son noticias para mí, usted podría decir.

No son noticias en absoluto. Los expertos me apoyarán cuando digo que es la cosa más vieja del mundo. Sea suficiente aquí con citar la respuesta que Anatole France le dio a un filisteo que admirando su biblioteca terminó con la pregunta de rigor:
-‘¿Y usted ha leído todos estos libros, Monsieur France?’
-‘Ni la décima parte. ¿Supongo que usted no usa su vajilla china todos los días?’
Incidentalmente he puesto a prueba el derecho a tal actitud. Durante años, por lo menos durante el primer tercio de su existencia, mi biblioteca consistió en no más de dos o tres repisas que crecían tan solo unas pulgadas cada año. Esta fue su época militante, en la que ningún libro era incluido sin la certificación de haber sido leído. De esa manera yo nunca hubiera adquirido una biblioteca lo suficientemente extensa para ser digna de ese nombre, de no ser que hubiera recurrido a algún tipo de inflación. De repente las prioridades cambiaron; los libros adquirieron valor real, o a cualquier precio, se hicieron difíciles de conseguir. Al menos así parecía ser en Suiza. A última hora envié mis primeros pedidos grandes de libros desde allí y de esta forma me fue posible conseguir tales artículos irremplazables como “Der blue reitter” y “Sage von Tanaquil” de Bachofen, que podían aún en ese tiempo obtenerse directamente de los editores.



Ahora bien -podrías decir- después de explorar todas estas maneras secundarias de adquisición deberíamos finalmente dedicarnos a la forma principal en la cual se adquieren los libros, es decir, la compra de libros. Esta es sin duda la forma obvia de adquirir libros, pero para un coleccionista no es una forma muy cómoda. La compra realizada por un coleccionista de libros tiene muy poco que ver con la compra de libros que hace el estudiante de sus textos en una librería, con la compra del hombre de mundo que busca un regalo para su mujer, o la del hombre de negocios que busca alguna lectura para matar el tiempo de su próxima travesía en tren. Yo he realizado mis más memorables compras en viajes, estando de paso.

La propiedad y las posesiones pertenecen a la esfera de lo táctico. Los coleccionistas son personas con un instinto táctico; su experiencia les ha enseñado que cuando al atracar en una ciudad desconocida, la más pequeña tienda de antigüedades puede servir de fortaleza, la más remota papelería puede ser una posición clave. Cuántas ciudades se me han revelado en las marchas emprendidas en la búsqueda de algún libro.



Por ningún motivo las compras importantes deben hacerse siempre ante la presencia de un comerciante. Los catálogos juegan un papel fundamental. Y aún cuando el vendedor puede estar ampliamente familiarizado con algún libro que se pueda pedir por catálogo, el ejemplar individual siempre sigue siendo una sorpresa y su pedido una apuesta. Hay dolorosos desengaños, pero también hallazgos felices.

Recuerdo, por ejemplo, que alguna vez pedí un libro con ilustraciones coloreadas para mi vieja colección de libros para niños solo porque incluía cuentos de hadas de Albert Ludwig Grimm y fue publicado en Grimma, Thuringia. Grimma era también el lugar de publicación de un libro de fábulas editado por el mismo Albert Ludwig Grimm. Con sus dieciséis ilustraciones mi ejemplar de este libro de fábulas era el único ejemplo extenso del trabajo temprano del gran ilustrador alemán Lyser, quien vivió en Hamburgo a mediados del siglo pasado. Pues Bien, mi intuición ante la consonancia de nombres fue correcta. En este caso descubrí una vez más la obra de Lyser, firmada con su nombre de pila Linas Märchenbuch, una obra que ha permanecido anónima para sus biógrafos y que merece una referencia más detallada que la que introduzco yo aquí.




La adquisición de libros no es de ninguna manera una cuestión solamente de dinero o de conocimiento experto. Ni siquiera ambos factores juntos pueden ser suficientes para establecer una verdadera biblioteca, esta siempre será en cierta medida impenetrable y al mismo tiempo típicamente única.

Cualquiera que compre por catálogo debe tener un talento natural además de las cualidades que ya he mencionado. Fechas, nombres de lugares, formatos, dueños anteriores, encuadernaciones, y cosas por el estilo: todos estos detalles deben decirle algo –no como hechos aislados, a secas, sino como un todo armonioso; dependiendo de la cualidad e intensidad de esta armonía el coleccionista debe ser capaz de reconocer sin un libro es para él o no.





Una subasta requiere un conjunto distinto de cualidades en el coleccionista. Para el lector del listado de libros ofrecidos, el libro mismo debe hablarle, o posiblemente sus dueños anteriores si es que el origen del ejemplar ha sido establecido. Un hombre que participe en una subasta debe prestar igual atención al libro y a sus competidores, además de mantener una cabeza fría para evitar dejarse llevar por la competencia. Es un hecho frecuente que alguien resulte comprometido en una costosa transacción solo por haber seguido subiendo el valor de sus ofertas –más para afirmarse a sí mismo que para adquirir el libro. Por otra parte uno de los mejores recuerdos de un coleccionista es el del momento en el que rescata un libro al que nunca le haya dedicado ni uno solo de sus pensamientos, ni mucho menos una sola de sus miradas deseosas, solo porque haberlo encontrado solitario y abandonado en algún mercado y decidió comprarlo para darle su libertad –en el mismo modo en que el príncipe compra a una hermosa joven esclava en “Las noches de Arabia”. Verás, para un verdadero coleccionista de libros, la libertad de todo libro está en algún lugar de sus estantes.

Hasta este día, “Peau de chagrin” de Balzac se destaca entre las largas filas de los volúmenes en francés de mi biblioteca, como un recuerdo de mi más emocionante experiencia en una subasta. Esto sucedió en 1915 en la subasta Rümann organizada por Emil Hirsch, uno de los más grandes expertos en libros y de los más distinguidos comerciantes. La edición en cuestión apareció en 1833 en París, Place de la Bourse. Al tomar mi copia, veo no solamente su número en la colección Rümann, sino incluso también la etiqueta de la tienda donde el primer dueño compró el libro hace noventa años por la octava parte de su precio hoy. Dice: ‘Papeterie I. Flanneau’. Una buena época en la que era aún posible comprar una edición con tales lujos en un comercio de papelería.




Los grabados de acero en este libro fueron diseñados por el más destacado artista francés y llevados a cabo por los más notables grabadores. Pero debo regresar ahora a la historia acerca de cómo conseguí este libro. Había ido con Emil Hirsh para una inspección anticipada de los libros, habiendo manipulado más de cuarenta o cincuenta volúmenes; ese libro en particular había despertado en mí los más ardientes deseos de quedármelo por siempre. Llegó el día de la subasta. Como el destino lo dispuso está copia de “Peau de chagrin” fue precedida por un conjunto completo de sus ilustraciones impresas separadamente en papel de la India. Los participantes se sentaron a lo largo de una mesa; en la diagonal al frente mío se sentó el hombre que fue el centro de atención de todas las miradas en la primera oferta, el famoso coleccionista de Munich, el Barón von Simolin. Él estaba ampliamente interesado en este conjunto de ilustraciones que tenían varias ofertas rivales; en breve, hubo una acalorada competencia que produjo la más alta oferta de toda la subasta –muy superior a los tres mil marcos. Nadie parecía haber esperado semejante suma, y todos los presentes estaban muy emocionados. Emil Hirsch permaneció tranquilo, ya sea que quisiera ahorrar tiempo, o que estuviera motivado por alguna otra consideración, prosiguió con el siguiente artículo, sin ninguna persona que le prestara atención realmente. Anunció el precio, y con mi corazón palpitando acelerado y la fuerte convicción de mi incapacidad para competir contra cualquiera de esos grandes coleccionistas ofrecí una suma algo mayor. Sin despertar el interés de los demás participantes, el anfitrión siguió la rutina de costumbre –‘¿alguien da más?’ y luego los tres golpes de su mazo, con una eternidad que pareció separar a cada uno del siguiente- para finalizar le agregó el recargo de subasta al precio final de la venta.




Para un estudiante como yo la suma era aún considerable. Lo que pasó la mañana siguiente en la tienda de empeño lo he excluido del relato, y prefiero ahora hablar de otro incidente al que quisiera describir como lo negativo de las subastas. Sucedió el año pasado en una subasta de Berlín. La colección de libros ofrecidos era una miscelánea en cuanto a la calidad y a los temas, y solo un número de libros raros sobre ocultismo y filosofía natural eran dignos de notar. Ofrecí por algunos de ellos, pero cada vez me percataba de un caballero en la primera fila que parecía solo estar esperando por mis ofertas para oponerse con las suyas, evidentemente dispuesto a superarme. Después de que esto se repitió varias veces, había ya perdido cualquier esperanza de adquirir el libro que más me había interesado de ese día. Se trataba del raro “Fragmente aus dem Nachlass eines jungen Physikers” [Fragmentos póstumos de un joven físico] que Johann Wilhelm Ritter había publicado en dos volúmenes en Heidelberg en 1810. Este trabajo nunca ha sido reimpreso, pero siempre he considerado su prefacio, en el que el autor-editor cuenta la historia de su vida en el tono de un obituario para su amigo sin nombre supuestamente muerto– que es realmente idéntico a él- como el más importante ejemplo de prosa personal del romanticismo alemán. Justo cuando el artículo salió tuve una idea, resultaba simple: ya que mi oferta inevitablemente entregaría el artículo en las manos del otro hombre, no debería hacer ninguna oferta. Me controlé y permanecí en silencio. Lo que esperaba resultó: ningún interés, ninguna oferta y el libro fue descartado. Hice sabiamente en dejar pasar algunos días, y cuando aparecí en el establecimiento después de una semana, encontré el libro en la sección de ejemplares de segunda mano y me beneficié de la falta de interés al adquirirlo.

Walter Benjamin por David Levine


Una vez que te has aproximado a las montañas de cajas con el propósito de sacar los libros y traerlos a la luz del día –o mejor, de la noche – cuántas memorias se acumularán en ti. Nada resalta más la fascinación de desempacar los libros que la imposibilidad de detenerse. Empecé al medio día, y llegó la media noche antes de que pudiera llegar hasta las últimas cajas. Ahora pongo mis manos sobre dos volúmenes encuadernados con tapas desteñidas que, estrictamente hablando, no pertenecen en ningún caso al estante de libros: dos álbumes con imágenes pegadas que mi madre había ensamblado de niña y que yo he heredado. Son las semillas de una colección de libros para niños que sigue creciendo aún hoy, aunque ya no en mi jardín.

No existe una sola biblioteca que no tenga creaciones sacadas de ideas decorativas poco comunes. No es necesario que sean álbumes de recortes o álbumes familiares, libros de autógrafos o portafolios que contengan panfletos o tratados religiosos; algunas personas se sienten ligadas a volantes y promociones, otros a facsímiles de escritura a mano o a copias tipografiadas de libros imposibles de conseguir, y por supuesto los periódicos pueden demarcar la periferia de la colección en una biblioteca. Pero para regresar a aquellos álbumes: de hecho la herencia es la forma más consistente de adquirir una colección. Puesto que la actitud de un coleccionista hacia sus posesiones se deriva de su sentido de responsabilidad hacia su propiedad. Y esta es la actitud de un heredero, en el más alto sentido, la más distinguible característica de una colección siempre será su carácter hereditario.



Deberás saber que al decir esto me doy cuenta plenamente de que mi discusión del clima mental del coleccionar confirmará a cualquiera de ustedes en sus convicciones acerca de que está pasión, desde el principio de los tiempos, produce desconfianza hacia el personaje del coleccionista. Nada está más alejado de mis propósitos que el cuestionar tus convicciones o tus desconfianzas. Pero una cosa debe tenerse en cuenta: el fenómeno de coleccionar pierde su significado cuando pierde su propietario. Aun cuando las colecciones públicas tienden a ser menos objetables socialmente y más útiles académicamente que las colecciones privadas, los objetos adquieres su valor solo en estas últimas. Sé que el personaje acerca del que estoy discutiendo aquí tiene sus días contados y que he estado representándolo ante ti, un poco a modo ex officio, pero como lo puso Hegel, solo en el ocaso el búho de Minerva alza su vuelo. Solo en su extinción es comprendido el coleccionista.

Ahora estoy en la última caja a medio vaciar y hace tiempo ha pasado ya la media noche. Otros pensamientos me ocupan, diferentes de aquellos de los hablo aquí – no pensamientos, sino imágenes, memorias. Memorias de las ciudades en las que encontré tantas cosas: Riga, Nápoles, Munich, Danzig, Moscú, Florencia, Basel, París; recuerdos de los suntuosos cuartos de Rosenthal en Munich, del Stuckturm en Danzig donde el ya fallecido Hans Rhaue residía, del polvoriento ático de libros de Süssengut al norte de Berlin; recuerdos de los cuartos en los que estos libros han sido alojados, de mi cuarto de estudiante en Munich, de mi cuarto en Bern, de la soledad de Isetwald en el lago de Brienz, y finalmente de mi cuarto de infancia, la antigua ubicación de tan solo cuatro o cinco de los ahora miles de volúmenes arrumados a mi alrededor. ¡Oh dicha del coleccionista, dicha del hombre de placer! De ningún otro se ha esperado tan poco, y nadie ha tenido un sentido mayor del bienestar que aquel hombre que ha sido capaz de llevar su existencia tras la máscara del ratón de biblioteca de Spitzweg. Porque dentro de él hay espíritus, o al menos pequeños geniecillos que se encargan de que para el coleccionista –y me refiero aquí al verdadero coleccionista, el coleccionista que es como debería ser- la pertenencia sea la más íntima relación que pueda tener con los objetos. No es que estos cobren vida junto a él; sino que es él quien vive en ellos. Así que le he construido una morada hecha de libros como ladrillos, lo he hecho ante ti, y ahora él desaparecerá en ella como le es propio.



De la versión en inglés “Unpacking my library” traducida por Harry Zorn del original en Alemán de Walter Benjamin.


Traducción libre: Felipe Beltrán



Tomado de Leer y escribir



No hay comentarios:

Publicar un comentario