miércoles, 29 de marzo de 2017

La Peste







Estimados Amigos

Hoy tenemos el gusto de compartir un texto de nuestro amigo Héctor Seijas que es un inédito en la red. Por eso se publica hoy miércoles en el blog, recuerden que en el pasado el día de los estrenos cinematográficos en Venezuela. Era otra época y otro país.

Deseamos disfruten de esta propuesta literaria.

Atentamente


La gerencia.

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El tema de las ratas y la ciudad asediada por las ratas cautivó mi imaginación y convirtió mi trashumancia urbana en una especie de alerta latente ante la amenaza velada de estos roedores inteligentes y multitudinarios cuyo número supera la suma global de la humanidad. Puedo si lo deseo realizar un recuento de la historia de mi convivencia con las ratas a lo largo de los distintos domicilios. Ahora viene a mi mente la imagen de una rata electrocutada. Estaba trasparentada en su propia y pulida calavera con los dientes todavía aferrados a un cable de alta tensión. Lo había mordido al olisquear el papel que envuelve el centro del cableado. Y el mordisco la había paralizado en una tensión de chispas que la chamuscaron por completo y la dejaron como un peine de huesos limpios y finos. Los colmillitos deben haber crecido uno o dos milímetros después del chispazo fulminante. Sin duda, una muerte digna de una rata. La otra rata que merece un lugar en esta épica alucinante de nuestras vidas con ratas; era una rata gorda y sarnosa. Una rata gorda, sarnosa y anciana que ya había perdido, a causa del peso; la vivacidad y la rapidez pero en cambio parecía poseer una “cierta” sabiduría, antes de proseguir cualquier empresa peligrosa, como todo lo peligroso que nos rodea. Y así uno se acostumbra a pasarla agazapado, orillando la sombra en medio del tráfago de las aceras convulsionadas. Como aquella rata gorda, sarnosa y vieja que ya había recorrido todos los laberintos fangosos y todavía le restaba aliento para salir a la superficie por las noches y encaramarse en mi catre de estudiante. Lo hizo unas dos o tres veces. Y llegó hasta mi vientre y desde allí quiso seguir hasta mi pecho y fue la primera vez que me levanté espantado y la vi en medio de la oscuridad: gorda y anciana. ¿O fue ella quien me miró a mí? Por poco me habla. Casi me habló. Lo que quiero decir es que me miró con sus ojillos de rata corrida en siete cloacas. Una rata de las alcantarillas sobre mi pecho a medianoche mirándome con unos ojillos de vietnamita. Como si hubiera venido desde los remotos albañales a transmitirme una clave o un presagio; pero de tal modo tan enigmático que no terminaba de entender lo que quiso decirme con su mirada de vieja descreída del mundo y los albañales. La segunda vez –creo que fue la segunda–; dentro de mi memoria evaporada de bencedrinas yo estaba comiendo sobre un tablón que había improvisado para que me sirviera de mesa y a la vez de escritorio. Unas lentejas, el alimento anti-literario por excelencia. Las emblemáticas lentejas. Y de pronto siento que algo gordo roza el empeine de mi pie con asquerosa lentitud. Era ella otra vez, lo supe sin  tener que cerciorarme bajando la vista por debajo de la mesa-escritorio, en donde yo conjugaba el oficio de las letras con la asiduidad de una cocinilla eléctrica. Ni me moví. La dejé que se arrastrara y continuara su trayecto. Puesto que no deseaba interrumpir el almuerzo con las ganas de vomitar. Respiré profundo y contuve el asco. No podía darme el lujo de vomitar porque a mis tripas tan solo habían llegado unos pocos gramos de lentejas con arroz, unas dos cucharadas, antes que la rata gorda y anciana se paseara lentamente con su peso de cloaca moribunda. No la volví a ver. Quizá fuera esa la última vez que compartía con un mamífero terrestre como yo, devorador de lentejas y arroz. Me pregunto: ¿Adónde habrá ido a morir esta rata anciana y solitaria, luego de haberse despedido de mí? Seguramente convivía conmigo por debajo del piso, más abajo del friso superficial, y escuchaba mi respiración y adivinaba mis sueños con solo olisquearme desde abajo, desde su guarida silenciosa y oscura. Ella me conocía desde antes y yo la conocí a última hora. Tuve miedo por la posibilidad de contraer la sarna. Incluso pensé en la rabia. En el caso de que me hubiera mordido o rasguñado mientras dormía. Entonces decidí acudir al dispensario, donde un médico con acento andino me dijo que las ratas, todas las ratas provenientes del río San Pedro, estaban sanas. Que no tenía por qué preocuparme y que en todo caso –me recomendaba– hacer como hacían en su pueblo, donde preparaban una especie de cemento con vidrio molido y que tapara cada uno de los orificios por donde podían salir y así, como roen y roen al roer se tragaban las partículas de vidrio y quedaban secas allá dentro de sus agujeros tapiados. Vaya mundo inmundo de las ratas que no sé por qué me ha llamado tanto la atención. Al punto en que los médicos me han diagnosticado delirios zoomórficos, de acuerdo con lo que me explicó y que yo acerté a comprender de las palabras del Doctor Blanco, el jefe psiquiatra encargado de mi caso. Por órdenes expresas del tribunal que me confinó a este sucio manicomio que a veces imagino como una página arrancada de Los miserables, la novela del gran Víctor Hugo. El Doctor Blanco le hace honor a su apellido. Su presencia es tan pulcra que parece sacado de una caja de detergente. Lo concibo como un agente que pugna por la asepsia, a pesar de la amenaza contaminante. Sus blancas manos están como recubiertas por una segunda piel de látex. Los atuendos de médico son tan blancos como los del doctor Kildare. Libra una lucha sin cuartel contra microbios, ácaros, bacterias, hongos microscópicos y virus virulentos, valga la redundancia. Y, por supuesto, contra personas como yo, ante las cuales guarda la debida distancia para no contaminarse ni siquiera con las palabras. Solo hace preguntas. Muy breves y precisas y casi nunca mira de frente, siempre lo hace sin despegar los ojos de la hoja de vida del paciente, como si allí únicamente fuera capaz de anotar con inigualable letra los enigmas del diagnóstico. Por cierto, las pocas palabras que brotan de la boca del Doctor Blanco también son blancas; redondas como píldoras y asépticas. Yo creo que al final el Doctor Blanco también sucumbió a la peste que se propagó por la ciudad y por el interior del país, llegando incluso hasta las selvas recónditas del Orinoco y el Amazonas. La misma fue avanzando lenta, progresiva y subrepticia, mientras la sociedad sucumbía a lo largo de unas cinco décadas que duró la incubación. Presa del delirio provocado por la cultura cavernaria de las minas (petróleo, oro, diamantes, coltrán). Sucedía cada vez que elevaban los precios de alguno de estos minerales, especialmente el petróleo. El país entraba en una especie de convulsión multitudinaria, dionisíaca, sufragada con petrodólares. Comenzaban a llegar mercancías al país, por tierra, mar y aire. Así como llegaban las mercancías (y las putas y la caña y la droga) a cualquier mina en cualquier parte del mundo. Pero el Doctor Blanco permanecía suspendido, ajeno, dentro de un frasco de formol evaporado. Y no era para menos, tener que ocuparse de una población de locos que superaba las tres mil personas, dispersas en varios manicomios a los cuales acudía el Doctor Blanco, cabalgando horarios y haciendo de tripas corazones. No se puede negar, hay que haber nacido con vocación para soportar a los semejantes que como yo hemos caído por debajo de lo normal, por debajo de lo más bajo, por debajo de nosotros mismos, en un mundo de oscuridad y a plena luz del día. Le pregunto al Doctor Blanco ¿Si es posible que me cure definitivamente? Durante la sesión de psicoterapia semanal que debo cumplir para superar los rigores de este último brote esquizofrénico. Pero el Doctor Blanco únicamente garrapatea en su expediente enigmático y yo estoy del otro lado de su escritorio como si estuviera del otro lado de la luna ¿Y quién se va a poner a conversar con un loco? A menos que la persona también esté loca o sea tan ingenua para enredarse en un palabreo con un loco. Se los advierto. Si es que desean continuar escuchando el relato de esta historia contada por un idiota, como diría William Shakespeare. Por un loco. Es decir, el relato de una historia reciente que concierne a mi país y a los míos y a los que no son los míos y a los vivos y a los que ya están muertos. Pero, se los repito, narrada por un loco. Que soy yo mismo. Aunque a veces también soy otros. Y como uno nunca sabe como comenzar esta clase de historias y mucho menos darle una forma a priori; porque se trata de una historia referida a un país en plena ebullición caótica; he pensado que la mejor manera de resolver este asunto de un modo que no sea literario, ni  mucho menos fastidioso, consiste en ir escribiendo como si estuviera comenzando y a la vez terminando algo. Un presente continúo como la música. Y es que cuando escribo mis ideas comienzan a enfilarse como hormigas dentro de un bosque bien tupido. Poco a poco forman tropas y filas y penetran el bosque donde florecen las orquídeas, las amapolas y las serpientes verdes y amarillas cuelgan de los arbustos. Así es mi mente a veces. Otras es un acantilado y otras un abismo de Prozac. Pero cuando escribo, cuando logro hacerlo en los récipes desechos, experimento rasgaduras de la luz en mi interior que me permiten observar el mundo de los humanos como si se tratara del mundo de las ratas. Es decir, el inframundo humano. Y cuyo anónimo escenario es la ciudad completa y el país completo que miro alrededor, desde mi guarida roída de ideas y pensamientos. En un país lleno de locos. Y de ratas. A veces me pregunto ¿Si será posible aislar la locura en un microscopio y analizarla como se hace con una bacteria o con un gonococo? En una ocasión logré formularle esta pregunta al Doctor Blanco (ese día mi lengua tenía algo de flexibilidad) y lo único que acertó a decirme fue que en todo caso la demencia no era como un tumor o una úlcera que podía verse con rayos x ¿Y entonces como podía probar ante los tribunales que no estaba loco si ni siquiera poseía una radiografía de mi alma? Imposible. Todo dependía de los informes que eran tramitados directamente desde el manicomio al juzgado. No tenía otra salida sino aferrarme a los papeles garabateados con angustia a cualquier hora sin que se notara la rareza de mi ocupación –entre tantos personajes que me rodeaban– cada uno poseído por un tics o por una apariencia grotesca. Como el loco Cabecita, que era microcéfalo, había nacido con la cabeza tan pequeña en relación con su cuerpo robusto. No sé si Cabecita en realidad estaba loco o era que lo habían encerrado al igual que a la mayoría de nosotros por presentar una anomalía que podía infundir temor o peligro a la familia y la sociedad. Y en su caso se trataba de su pequeña cabeza. La gente que no estaba acostumbrada a verlo se sorprendía y luego se asustaba hasta que alguien le calmaba y le decía que no se preocupara que Cabecita era totalmente inofensivo, que no hacía daño y que incluso era de los pacientes más destacados en las labores agrícolas que se realizaban en las adyacencias de los pabellones. Puede decirse que esta ha sido mi cartografía psicodélica. Eso sí, con sus respectivas pausas de libertad condicionada, lo que yo equiparo a las salidas de Alonso Quijano, alias El Quijote








Durante esos intervalos logré desempeñarme en cantidad de oficios y hasta pude sobrevivir casi una década en la Universidad para licenciarme en Letras. Me casé varias veces y tuve hijos, amigos y enemigos a granel. Éstos deben estar muy contentos al saber que me encuentro embarrado con mi propia caca alucinante. Pero eso significa que me temen y que han hecho lo posible, detrás de los telones donde la intriga ensaya comedias y a veces tragedias, por mantenerme a raya dentro de este panóptico inmundo. Cada hoja de récipe que lleno con mi letra difícil de mano engarrotada por el Seconal Sódico, es una hoja desprendida del árbol de la demencia. Yo soy otro que tiene la necesidad de hablar consigo mismo para no estallar como una bomba de mierda. Y cuando estuve libre en la calle, o eso se cree uno que está libre porque está en la calle, logré mimetizarme con los paisajes, las personas, los animales y las cosas que me rodeaban. Pero a diferencia del manicomio, donde la comida apesta, pero es comida al fin y al cabo, en la calle había que pelear por la comida, así como en una sabana africana. Lo que fuera para no sucumbir de hambre. Y entonces, comenzaba la batalla de las equivocaciones. Y me estrellaba ante la mole de una chamba cualquiera, cuando yo lo que quería era ser poeta y ganarme la vida dando clases de literatura. ¿Cómo llevar a cabo semejante proyecto en medio de una pradera africana? En primer lugar había que armarse de valor. Y si llegara a prostituirme también tendría valor. Y así lo hice. Buscaba trabajo en medio de la pradera africana. Algo que fuera digno, así fuera poco. Pero que va, la lucha entre depredadores no conocía la tregua. Y no hay nada más peligroso que una rata de dos patas. Es decir, un ser humano. Usted, yo, ella y él. Los vivos son peligrosos, los muertos no. Esta sentencia me la transmitió Juan Carlos “El Tanatologo”. Pero vayamos por partes, o, por partículas. No olvidemos que aquí lo que se trata de escribir debe comenzar y recomenzar cada vez como el mar que prefigura el poema de Paul Valery. Y Siempre. Tiene que ser así porque no hay método. El mar no tiene método ¿Y quién le ha encontrado un método a la demencia? En todo caso, sigo la ruta sin fin de mi carretera. Pues, como se sabe, todo loco tiene su carretera y yo tengo la mía y la recorro dormido y despierto. Y en esa ruta sin norte ni sur conocí al Tanatologo; precisamente cuando me encontraba en medio de la pradera en busca de alimento, es decir, de trabajo, de chamba, conseguí un empleo de mayordomo en la funeraria Vallés. Una ocupación remunerada que me permitía comer y dormir a salvo de los demás depredadores. Incluidas, en primer lugar a las ratas, a mis congéneres. Recibo un mensaje vía celular de un interlocutor. Uno de los pacientes que tiene salida los fines de semana ha logrado meter al manicomio un teléfono que alquila a precios exagerados. Atiendo el mensaje escrito por mi interlocutor en la vida real y cotidiana de este año 2016. El paciente operario del teléfono clandestino es un joven boxeador caído en desgracia a causa del crack. Pero es un comerciante innato. Tanto las llamadas como los mensajes tienen distintas tarifas. El teléfono también cuenta con las funciones de internet, pero esta función forma parte de otro menú de tarifas inaccesibles para la minoría de los locos que puede pagar el uso furtivo del aparato. Les advierto que no tengo tiempo ni manera de recortar la realidad que reseñan y repotencian los diarios y el internet porque la ensalada sería fraudulenta. Una ensalada editada con recortes de periódicos y noticias y otros escamoteos de la información que se reproducen como células cancerígenas en el universo internauta. Aunque contamos con un televisor en el área de recreación. El Interlocutor. Desde ahora comenzaré a referirme al Interlocutor con “I” mayúscula: “Hi, me pregunta: ¿Cuántas veces viste a Adriano González León con una pea o dormido sobre una barra? Le respondo por escrito y lo más breve posible: N veces. Yo era un estudiante de letras merodeador de luminarias bohemias. La barra del Camilo se podía ver desde la puerta de la calle. Otro que dormía peas en público era Pancho Massiani. A éste uno podía verlo a cualquier hora dormido en una mesa del Callejón La Puñalada. Y a Peluca tuve que cuidarle N veces las peas dormilonas para que no le bailaran la cartera”. La imagen que mejor los describe, uno de Los Caprichos de Goya: La pesadilla de la razón. Aparecen unos murciélagos revoloteando sobre la testa del durmiente. La mesa pareciera estar ubicada, o des–ubicada, en un rincón del universo. Así los veo, reflejados desde la negrura de los ojos del Tanatologo, habituados a una noche sin fin. Su propia noche acumulada en sendas ojeras donde los ojos estaban como incrustados en una piel lívida cuya edad no tenía edad. Seguramente el contacto directo y cotidiano con los cadáveres de la morgue le había transmitido la coloración tenue y amarillenta. Siempre muy circunspecto, algo derivado también del silencio de la morgue, pues, cada vez que debía ocuparse de un difunto pedía que lo dejaran solo. Además, la mayoría de las personas que laboraban en la funeraria carecían de lo elemental para dialogar con el Tanatologo. Choferes de limosinas, camareras, empleados de seguridad, en fin, una cáfila de zamuros, cada quien ocupado en su trabajo azteca. Llevado a cabo con desdén. Y hasta con cierto desprecio por los difuntos a los cuales solían ponerle apodos mordaces, como aquel señor gordo dueño de una panadería en San Bernardino a quien llamaban algunos empleados –durante el lapso de las exequias– La Mortadela. Estos empleados debían de ser unos de los vivos tan temidos por el Tanatologo. Todos ellos, o casi todos y todas, vivían dentro de la funeraria como si vivieran dentro de un solar habanero o en una casa de vecindad caraqueña. Cada quien ocupado en el rebusque del pan y muy atentos a las maledicencias de los compañeros. Hasta integrar una red de operarios en torno a La Pelona, que, por cierto, solía ser la convidada de piedra en estos eventos sociales que duraban entre doce y veinticuatro horas de acuerdo con la importancia y categoría del difunto. Y que los hubo célebres durante mi estadía en este recinto afanado de zamuros donde todo era negocio. Y el trato y arreglo de las “Mortadelas” más lucrativo y fácil que la minería  y que el contrabando. Una industria indetenible que proveía de un chorro de dinero que no cesaba ni de día ni de noche. El Tanatologo exponía –solo para mí– en el tiempo que había entre uno y otro velatorio, luminosas ideas acerca del negocio de los muertos. Aunque para él no solo podía significar un negoción, tal como lo era para el caso de la familia Vallés-Hernández, los propietarios de la funeraria. Además aderezaba –casi siempre con los brazos colgando de las mangas del paltó como alas quietas– imágenes funerarias de los egipcios y hablaba de las técnicas de embalsamamiento. Un catálogo exótico para los clientes sofisticados. Pues, sí que los había. Y también caprichosos. Pero los dueños no tenían ningún interés en el arte –aseguraba–. Una vez me confesó que había aprendido, o, más bien, descubierto por cuenta propia el oficio de la “tanatología” aplicando las mismas técnicas del maquillaje ilusionista. Estas técnicas las había aprendido recorriendo pueblos y ciudades con el Circo de Los Hermanos Bell. Se fugó de su casa y se fue con el circo, hasta el día en que invirtió las técnicas –según sus propias palabras– y las aplicó a los difuntos. La lógica y una porción de absurdo le permitieron acertar. Y en lugar de dibujar o simular una herida podía desvanecerla. Y así para el resto de las muertes por accidentes; sobre todo éstas últimas. Requerían cada vez de inventiva e ingeniosidad, puesto que los accidentes lograban desfiguraciones irreconocibles. Entonces El Tanatologo solicitaba una fotografía del difunto y aplicaba unas fórmulas que mantenía en secreto. El Tanatologo les devolvía a los difuntos la identidad perdida detrás de la máscara de la muerte. Los maquillaba y los taponeada con mucha delicadeza y hasta lograba que su trabajo de ilusionista fuese –en más de un aspecto– artístico. En una ocasión logró quitarle a una anciana un bojote de años y cuando los nietecitos fueron a verla, huyeron espantados y reclamaron a los familiares: esa no es mi abuela. Y encapsulado –como estoy en la primera persona del singular– me pregunto: ¿Por qué me será tan difícil escribir desde la tercera persona?  La única persona de la cual no puedo escapar es mi propio yo. Es también mi propio mal. Como desearía proyectarlo hacia las otras personas del verbo y alejarme del confesionario. Y no tener que repetir que el Doctor Blanco odia a las bacterias como yo. Las mantiene a raya. Para ello cuenta con una prótesis inteligente. Y es que pareciera que el ojo clínico del Doctor Blanco poseyera la capacidad de un microscopio capaz de averiguar en la mente de los locos los síntomas de esto y aquello. Aunque, en lo que a mí respecta, lo considero imposible. Es como si yo quisiera meterme en la cabeza de una segunda o tercera persona y desde esa cabeza mirar y hablar en relación con un mundo ficticio que no es otra cosa sino literatura confeccionada. Un híbrido que carece de realidad porque se agotó históricamente y porque además ¿Quien posee un microscopio capaz de llegar hasta la célula madre de la demencia? Y eso es lo peor que le puede suceder a un loco que se encuentra desnudo a plena luz del día y cuyo domicilio es imprevisible. Hoy puedo estar en este manicomio y mañana estar sentado en una plaza contemplando las miserias de una ciudad podrida como Caracas. Aunque –como ya lo he dicho– la peste no conoce tregua. Y puede manifestarse desde un punto de vista metafísico, más allá de las enfermedades físicas. La locura es y no es. Y al mismo tiempo es indecible. A lo sumo –me refiero a los legos; no especializados en la materia– puedo llegar a establecer una traducción. Cuando no una caricatura. Y hasta un retrato fidedigno acerca del aspecto de un loco; pero habría que estar loco para comprenderlo. Y sucede que la mayoría de los locos están a tal punto locos que le es imposible llegar a un grado tan significativo de iluminación. Ya lo creo así. Y nadie me saca de mis cabales. Quise decir, de mis desbordamientos y de mis desmadres cerebrales. El enfermero se acerca a mi catre de loco bajo dominio psicoquímico y me pasa la mano por debajo de la piyama y me dice o más bien me aconseja que cuando salga del manicomio y si es cierto que soy escritor, pues, que no pierda la ocasión de escribir sobre el manicomio. Que a él no sé por qué le parece un tema interesante y digno de ser rememorado. Y al mismo tiempo escabulle su mano de enfermero sadicón por debajo de mi piyama de loco indefenso a causa de la parálisis que provoca el Haldol cuando es suministrado sin la compañía del Akinetón. Otro psicofármaco con nombre de faraón egipcio ¿Y qué casualidad? Ahora lo veo como un grano de arena o un pedazo de vidrio o lentejuelas o delirio pulverizado. Y puedo relatarlo en primera persona y traerlo al enfermero a este presente que no deja de ser mierdoso y confuso al extremo de la hibrys. O la máxima comedera de mierda que jamás se haya visto. Y no solamente mierda metafísica o mierda moral. Mierda moral y mierda violenta. Toda clase de detritus acumulado. Y me digo: qué arrecho es el ser humano; peor que todos los animales. Y hasta me veo hablando como Fernando Vallejo. El peor animal de este planeta es el ser humano. No cabe duda. Es el peor de todos y por eso fue expulsado de todos los paraísos. Y lo único que podría sustituir a un paraíso es un hogar; pero en un mundo donde todos somos inquilinos. Esto es algo muy difícil cuando no imposible. Y aquí me tienen como una muestra. Al punto en que desearía que esta escritura fuese lo suficientemente trasparente para que ustedes pudieran asomarse a la demencia y que me digan si detrás del horizonte aparece algún signo. Alguna prueba fehaciente que les impida equivocarse de nuevo respecto a mi persona. Así lo creo. Y de ahora en adelante no descansaré hasta que pueda recuperar las partículas que quedaron desparramadas como las miserias que las ratas dejan después de un intenso festín de basuras. 


Héctor Seijas 



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Héctor Seijas 

Ha publicado: La posibilidad infinita (1989); La flor imaginaria (1990); Cuadernos de pensión (1994); Cruz del Sur, una revista, una librería, una causa (2002); Comprensión de nuestras ciudades (2005); Siete poetas rumanos (2009); Caracas revisited. Una poética de la nocturnidad (2010); Amada Caracas. Antología esencial de la ciudad contemporánea (2014) y El spleen de Caracas. Crónicas en el bajo mundo (2015). Ha colaborado en publicaciones periódicas de larga enumeración. Fue jefe de redacción de la revista A Plena Voz y durante la cuarta república trabajó como docente en barrios de pobreza crítica para el ministerio de la Cultura, la Biblioteca Nacional, el Ministerio de la Familia y otras instituciones. Hasta el año pasado (2015) se desempeñó como cronista en El Correo del Orinoco, pero fue desalojado de allí por una junta interventora. En la actualidad, integra el Ejército de Reserva del Proletariado, a causa del desempleo inducido por el macartismo y la lumpen burocracia que prevalece.  Por ahora. 

P.D.: En busca de editor: Los asesinos del zen. Crónica de los hombres infames (2016).



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